En alguna de mis incursiones en la crónica policiaca, esa gran escuela de periodismo, conocí a un siniestro individuo cuyo nombre no tiene importancia ahora como no la tuvo entonces.

Estaba preso de por vida por una cadena de delitos, los más graves de los cuales eran cuatro homicidios. Había quemado el jacal donde vivía con una mujer y sus tres hijos. Simplemente les prendió fuego tras asegurar la puerta con un candado. Les metió candela y se echó a caminar. El chapopote de las láminas aceleró las llamas. No pudieron salir los prisioneros de su rencor, ni siquiera por la parte de arriba. También estaba encendida la rústica techumbre.

Cuando los vecinos lograron sofocar el fuego, los niños y la mujer estaban muertos.

–Yo no tuve la culpa, me decía con la turbia miraba de la imbecilidad.

Era un perfecto ejemplar de todas las imperfecciones sociales. Ignorante, zafio, bruto en todos sentidos. El alfabeto no había llegado a sus ojos. Mal dominaba la albañilería y peor controlaba el pulque o el chinchol. Vicioso de todas las taras humanas. Indocumentado, ebrio consuetudinario, pero hábil para escurrirse por los senderos de la justificación.

–Yo no tuve la culpa. La culpa fue de mi vieja.

–¿Por qué?

–Porque cuando llegaba siempre me estaba pidiendo y pidiendo dinero, que si esto, que si aquello. Y yo le daba lo posible, pero nunca estaba a gusto. Nunca entendía y los chamacos chingue y chingue, y ese día me hizo amuinar, me reclamó bien feo, me dijo huevón y le metí un guantazo y me fui, y por eso los encerré y los tatemé para que aprendieran a respetar, total si ya sabían cómo me pongo cuando me hacen enojar, y ora pus ya ni modo, ya están muertos, yo creí que se iban a salir, nomás del susto, era la casa, pero no fui el de la culpa fueron ellos si ya sabían cómo soy…

El caso me vino al recuerdo por la forma tan inteligente como uno de los defensores del gobierno explicó el doble asesinato de los afroamericanos causantes del disturbio entre México y Estados Unidos por la violencia en Matamoros, porque algo debe quedar claro, los causantes del problema fueron ellos, los ciudadanos estadounidenses, no sus asesinos.

Los criminales son eso y no se les puede pedir otra cosa, ya sabemos cómo son y por eso los debemos comprender, pero venir a México a buscar un cirujano de estética para rebajarse el mondongo y la grasa del suadero, es correr un riesgo a sabiendas.

Y si alguien toma ese riesgo y viaja de la Carolina austral a Matamoros, para lograr el fifí afán de retirarse manteca del epiplón, pues merecido se lo tiene por ser tan vanidosa como esa señora Latavia McGee,  quien no murió como si les ocurrió a Shaeed Woodward y Zindel Brown.

Así pues, y narrado todo lo anterior, yo propongo tolerancia, comprensión y hasta felicitaciones al muy inteligentes defensor de la Cuarta Transformación cuyo célebre tuitazo — «De Carolina a Matamoros: Una cirugía estética trajo a los 4 de EU a México. Sabían del riesgo… y lo tomaron», en el momento difícil de la búsqueda de los gringos vivos y de los muertos, tuvo la valentía de ser original, y si no menciono su nombre, es por las mismas razones del principio: no tiene importancia.

En el fondo el intelectual cuatroteísta tiene razón: si ya saben cómo dejaron el país los neoliberales, tan mal como para no poderlo arreglar en este sexenio y el próximo, seguramente, los visitantes deberían evitar los riesgos de aventurarse en estos parajes nacionales, y no estarle tentando las bolas a la suerte, si la suerte tuviera pelotas.

Por mi parte no regateo felicitaciones y una cierta envidia mal disimulada. ¿Cómo se sentirá ser tan inteligente, tan leal a la lógica y la ética?

Rafael Cardona

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